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DISCURSO
SOBRE LA
SERVIDUMBRE VOLUNTARIA


De tener varios amos, ningún bien ahí veo,
  Que uno, sin más, sea el amo, y que uno solo sea el rey,

eso dijo Ulises en Homero1, hablando en público. Si no hubiera dicho nada más, si no

De tener varios amos, ningún bien ahí veo,

eso estaba tan bien dicho como nada más; pero, en cambio, para razonar con él, habría que decir que la dominación de varios no podía ser buena, ya que el poder de uno solo, desde que toma ese título de amo, es duro e irrazonable, fue a añadir, todo al revés,

Que uno, sin más, sea el amo, y que uno solo sea el rey.

Haría falta, por ventura, de disculpar a Ulises, al quien, posiblemente, le era necesario usar este lenguaje para apaciguar la rebelión del ejército; conformando, creo, su argumento más al tiempo que a la verdad. Pero, hablando juiciosamente, es una desdicha extrema de ser súbdito de un amo, del cual uno nunca puede estar seguro de que sea bueno, ya que siempre está en su poder de ser malo cuando quiera; y tener varios amos es, de tantos cuanto uno tenga, tantas veces de ser extremadamente desdichado. Si no quiero, a esta hora, debatir esta cuestión tan discurrida, de si las otras formas de república son mejores que la monarquía, aún me gustaría saber, antes de poner en duda el rango qué debe tener la monarquía entre las repúblicas, si debe tener alguno, por que es difícil creer que haya algo público en este gobierno, donde todo está en uno. Pero esta cuestión está reservada para otro momento, y demandaría su tratado por separado, o más bien traería consigo todas las disputas políticas.

En este caso, quisiera apenas entender como puede ser que tantos hombres, tantas aldeas, tantas ciudades, tantas naciones aguantan a veces un tirano solo, que no tiene poder sino el que le dan; que no es capaz de perjudicarlos, sino mientras quieran aguantarlo; que no sabría hacerles ningún mal, sino en cuanto prefieran tolerarlo que contradecirlo. Gran cosa, sin duda, y sin embargo tan común que sea aún más doloroso y menos asombroso ver a un millón de hombres servir miserablemente, con el cuello bajo el yugo, no constreñidos por una fuerza mayor, pero de algún modo (parece) fascinados y encantados por el solo nombre de uno, del cual no deben ni temer el poder, ya que él está solo, ni amar las cualidades, ya que es hacia ellos inhumano y salvaje. La debilidad entre nosotros hombres es tal que a menudo hace falta que obedeciéramos a la fuerza, hay necesidad de contemporizar, no siempre podemos ser los más fuertes. Por tanto, si una nación es obligada por la fuerza de la guerra a servir a uno, como la ciudad de Atenas a los Treinta Tiranos, no hay que asombrarse de que sirva, sino lamentarse del accidente; o más bien ni asombrarse ni lamentarse, sino conllevar el mal pacientemente y conservarse para el porvenir con mejor fortuna.

Nuestra naturaleza es tal, que los deberes comunes de la amistad prevalecen por una buena parte del curso de nuestra vida; es razonable amar la virtud, estimar los buenos hechos, reconocer el bien de donde uno lo haya recibido, y disminuir a menudo nuestra holgura para aumentar el honor y ventaja de aquel a quien uno ama y que lo merece. Así pues, si los habitantes de un país han encontrado algún gran personaje que les haya mostrado por prueba una gran previsión para cuidarlos, un gran coraje para defenderlos, una gran diligencia para gobernarlos; si, de ahí en adelante, se amansan para obedecerlo y confiarse tanto en él que le dan algunas ventajas, no sé si eso sería sagacidad, en tanto se lo saque de donde hacía bien, para avanzarlo en vez a donde podrá hacer mal; pero ciertamente si no podría fallar de tener bondad, no hay que temer ningún mal de aquel de quien uno solo ha recibido bien.

Pero, ¡Dios mío! ¿qué puede ser esto? ¿cómo diremos que se llama? ¿qué desdicha es esta? ¿qué vicio, o más bien qué desdichado vicio? Ver a un número infinito de personas no obedecer, sino servir; no ser gobernadas, sino tiranizadas; no teniendo ni bienes ni padres, ni mujeres ni niños, ni su propia vida que les pertenezca! sufrir los saqueos, las obscenidades, las crueldades, no de un ejército, no de un campamento bárbaro contra el cual habría que derramar su sangre y su vida por delante, sino de uno solo; no de un Hércules2 o un Sansón3, sino de un solo hombrecillo, y más a menudo el más pusilánime y afeminado de la nación; no acostumbrado a la pólvora de las batallas, sino también a duras penas en la arena de los torneos; ¡no quién pueda mandar por fuerza a hombres, mas totalmente incapaz de servir vilmente a la menor mujercilla! ¿Llamaremos a esto pusilanimidad? ¿diremos que aquellos que sirven son cobardes y medrosos? Si dos, si tres, si cuatro no se defienden de uno, esto es extraño, pero sin embargo posible; bien se podrá decir luego, con razón, que es por falta de corazón. Pero si cien, si mil aguantan a uno solo, ¿no se dirá que no quieren, no que no osan atacarlo, y que no es cobardía, sino más bien menosprecio o desdén? Si vemos, no cien, no mil hombres, sino cien países, mil ciudades, un millón de hombres, no asaltar a uno solo, del cual el mejor tratado de todos recibe este mal de ser siervo y esclavo, ¿cómo podremos nombrar esto? ¿es pusilanimidad? Ahora, en todos los vicios hay naturalmente algún mojón, más allá del cual no pueden pasar: dos pueden temer a uno, y es posible a diez; mas mil, mas un millón, mas mil ciudades, si no se defienden de uno, eso no es cobardía, no va tan lejos; como tampoco la valentía se extiende a que uno solo escale una fortaleza, que ataque un ejército, que conquiste un reino. Entonces, ¿qué monstruo de vicio es este que no merece aún el título de cobardía, que no se encuentra un nombre lo suficientemente vil, que la naturaleza niega haber hecho y la lengua se rehusa a nombrar?

Que se pongan de un lado cincuenta mil hombres en armas, y tantos del otro; que se formen para batalla; que vengan a juntarse, unos libres, combatiendo por su franqueza4, otros para quitársela: ¿a quienes se le prometerá por conjetura la victoria? ¿cuales se pensará que irán más gallardamente al combate, aquellos que esperan mantener su libertad como galardón por sus penas, o los que no pueden esperar otra recompensa por los golpes que dan o que reciben que la servidumbre de los demás? Unos tienen siempre ante sus ojos la dicha de la vida pasada, la expectativa de semejante alivio en el futuro; no les recuerda tanto de este poco que aguantan, el tiempo que dura una batalla, como de lo que no les convendrá jamás aguantar, a ellos, a sus hijos y a toda la posteridad. Los otros no tienen nada que los anime sino una pequeña punta de codicia que se despunta de repente ante el peligro y que no puede ser tan ardiente que no deba, al parecer, extinguirse por la menor gota de sangre que salga de sus heridas. En las batallas tan famosas de Milcíades, Leónidas, Temístocles, que han sido libradas hace dos mil años y que aún hoy están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si hubiera sido el otro día, que fueron libradas en Grecia por el bien de los griegos y para ejemplo de todo el mundo, ¿qué se piensa que dio a tan pocas personas, como eran los griegos, no el poder, sino el corazón para sostener la fuerza de naves con las que el mismo mar estaba cargado5, para derrotar a tantas naciones, que eran tan numerosas que el escuadrón de griegos no hubiera suministrado, si hubiera sido necesario, capitanes para los ejércitos enemigos, sino que parece que en esos gloriosos días no era tanto la batalla de los griegos contra los persas, como la victoria de la libertad sobre la dominación, de la franqueza sobre la codicia?

Es cosa extraña oir hablar de la valentía que la libertad pone en el corazón de los que la defienden; pero lo que pasa en todos los países, entre todos los hombres, todos los días, que un hombre maltrate a cien mil y los prive de su libertad, ¿quien lo creería, si solo lo oyera decir y no lo viera? y, si solo pasaba en países extranjeros y tierras lejanas, y como dicen, ¿quién no pensaría que es más bien fingido e imaginado que verídico? De nuevo este tirano solo, no hay necesidad de combatirlo, no hay necesidad de desbaratarlo, queda destrozado por sí mismo, mientras que el país no consienta a su servidumbre; no hace falta quitarle nada, sino no darle nada; no hay necesidad que el país se preocupe de hacer nada por sí, con tal que no haga nada en contra suya. Son pues los mismos pueblos los que se dejan o más bien se hacen maltratar, ya que al cesar de servir quedarían libres; es el pueblo el que se esclaviza, que se corta la garganta, que, teniendo la opción de ser siervos o ser libres, abandona la franqueza y toma el yugo, el que consiente a su mal, o más bien lo persigue. Si le costara algo por recobrar su libertad, no lo presionaría, aunque que es que el hombre debe considerar más deseado que volver a su derecho natural y, por modo de decir, de la bestia retornarse hombre; pero aun no le deseo una audacia tan grande; le permito que prefiera no sé cual garantía de vivir miserablemente que una dudosa esperanza de vivir a sus anchas. ¿Qué? ¿si para tener libertad solo hace falta desearla, si sólo es necesaria una mera intención, se encontrará nación en el mundo que la considere todavía demasiado cara, pudiendo ganarla con un solo deseo, y quién reclama a su voluntad por recobrar el bien que debería rescatar a costa de su sangre, y el cual perdido, todas las gentes de honor deben estimar la vida desagradable y la muerte saludable? Por cierto, como el fuego de una pequeña chispa se hace grande y siempre se refuerza, y cuanta más leña encuentra, más está pronta para arder, y, sin que se le ponga agua para extinguirla, solamente con no ponerle más leña, no teniendo más que consumir, se consume a sí mismo y acaba sin ninguna fuerza y ​tampoco fuego: del mismo modo los tiranos, cuanto más saquean, más exigen, cuanto más arruinan y destruyen, más uno les cede, cuanto más uno los sirve, tanto más se fortalecen y se hacen cada vez más fuertes y más frescos para aniquilar y destruir todo; y si uno no les cede nada, si no se los obedece, sin combatir, sin golpear, se quedan desnudos y destrozados y ya no son nada, sino que como la raíz, no teniendo más agua ni alimento, la rama se seca y se muere.

Los intrépidos, para adquirir el bien que exigen, no temen el peligro; los avisados no rehusan la pena: los pusilánimes y entorpecidos no saben ni aguantar el mal ni recobrar el bien; se paran en eso de desearlo, y la virtud de pretenderlo se la quita su pusilanimidad; el deseo de tenerlo les queda por naturaleza. Este deseo, esta voluntad es común a los sensatos y a los indiscretos, a los valientes y a los cobardes, para desear todas las cosas que, siendo adquiridas, los dejarían felices y contentos: una sola cosa hay que decir, en la que no sé como la naturaleza les falla a los hombres en desearla; es la libertad, que sin embargo es un bien tan grande y tan agradable, que si es perdida, todos los males vienen en fila, y los bienes aunque permanezcan después pierden completamente su gusto y sabor, corrompidos por la servidumbre: la única libertad, los hombres no la desean, no por otra razón, al parecer, sino que si la desearan, la tendrían, como si rehusaran hacer esta bonita adquisición, sólo porque es demasiado fácil.

¡Pobres y miserables pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro mal y ciegas a vuestro bien, se dejan quitar ante ustedes lo más bello y más claro de vuestros ingresos, saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de muebles antiguos y paternales! Viven de modo que no pueden presumir que nada sea vuestro; y parecería que desde ahora les sería gran fortuna tener por arriendo vuestros bienes, vuestras familias y vuestras vidas; y todo este daño, esta desdicha, esta ruina, les viene, no de enemigos, pero por cierto sí del enemigo, y de aquel que hacen tan grande como es, por el cual van tan valerosamente a la guerra, por cuya grandeza no se rehusan a ofrecer vuestras personas a la muerte. Aquel que los domina tanto tiene sólo dos ojos, sólo dos manos, sólo un cuerpo, y no tiene otra cosa que cualquier hombre del gran e infinito número en nuestras ciudades, sino que la ventaja que ustedes le dan para destruirlos. ¿De dónde ha sacado tantos ojos, con los cuales los espía, si ustedes no se los ceden? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearlos, si no las toma de ustedes? Los pies con los que pisotea vuestras ciudades, ¿de dónde los obtiene, si no son de ustedes? ¿Cómo tiene algún poder sobre ustedes, sino por medio de ustedes? ¿Cómo osaría a perseguirlos, si no tiene confabulación con ustedes? ¿Qué les podría hacer si no fueran encubridores del ladrón que los saquea, cómplices del asesino que los mata y traidores a ustedes mismos? Siembran vuestros frutos, a fin de que les haga daño; amueblan y llenan vuestras casas, a fin de suministrar a sus saqueos; alimentan a vuestras hijas a fin de que tenga de que saciar su lujuria; alimentan a vuestros niños, a fin de que, lo mejor que sabría hacerles, es que los dirija en sus guerras, los conduzca a la carnicería, los haga ministros de sus codicias y ejecutores de sus venganzas; rompen a las penas vuestras personas, para que él pueda acicalarse en sus deleites y regodearse en placeres inmundos y malvados; se debilitan a si mismos, a fin de hacerlo más fuerte y rígido para mantenerles más corta la rienda; y de tantas indignidades, que las propias bestias no las sentirían, o no las aguantarían, ustedes pueden librarse de esto, si lo intentan, no de librarse, sino sólo de querer hacerlo. Estén resueltos a no servir más, y de ahí serán libres. No quiero que lo empujen o lo sacudan, sino sólo que no lo sostengan más, y lo verán, como un gran coloso al que le han robado su base, por su proprio peso se derrumba y se rompe.

Pero ciertamente los médicos aconsejan bien en no poner la mano en heridas incurables, y no soy sagaz en querer predicar sobre esto a la gente que ha perdido, hace mucho tiempo, todo conocimiento, y del cual, ya que no siente más su dolor, eso muestra bastante que su enfermedad es mortal. Busquemos pues por conjetura, si podemos encontrarla, cómo ha quedado así tan arraigada esta pertinaz voluntad de servir, que ahora parece que el propio amor a la libertad no sea tan natural.

En primer lugar, es, como creo, indudable que, si viviéramos con los derechos que la naturaleza nos ha dado y con las enseñanzas que nos imparte, seríamos naturalmente obedientes a los padres, sujetos a la razón y siervos de nadie. De la obediencia que cada uno, sin otra advertencia que su naturaleza, tiene para su padre y madre, todos los hombres la han presenciado, cada uno por sí mismo; de la razón, si nace con nosotros, o no, que es una cuestión debatida a fondo por los académicos y tratada por toda la escuela de filósofos. A esta hora no pensaré fallar al decir esto, que hay en nuestra alma alguna semilla natural de razón, la cual, mantenida por buen consejo y costumbre, florece en virtud y, al contrario, a menudo no pudiendo durar contra los vicios sobrevenidos, sofocada, se aborta. Pero por cierto, si no hay nada claro ni aparente en la naturaleza y donde no esté permitido hacer de ciego, es que la naturaleza, la ministra de Dios, la institutriz de los hombres, nos ha hechos a todos de la misma forma, y, como parece, con el mismo molde, a fin de todos reconocernos como compañeros o más bien como hermanos; y si, repartiendo los dones que nos hacía, ha hecho alguna ventaja de su bien, ya sea en el cuerpo o en el espíritu, a unos más que a otros, sin embargo no tuvo la intención de ponernos en este mundo como en un campo cerrado, y no ha enviado aquí abajo a los más fuertes ni los más avisados, como bandoleros armados en un bosque, para allí engullir a los más débiles; pero más bien hay que creer que, haciéndoles así las partes a unos más grandes, a otros más pequeñas, ella quería dar cabida al afecto fraternal, a fin de que tuviera donde aplicarse, teniendo unos el poder de dar ayuda, los otros necesidad de recibirla. Puesto que esta buena madre nos ha dado a todos toda la tierra como morada, nos ha alojado a todos en la misma casa, nos ha figurado a todos usando el mismo patrón, para que cada uno se pudiera mirar y casi reconocer uno en el otro; si nos ha dado a todos este gran don de la voz y la palabra para que nos conozcamos y fraternicemos mejor, y para hacer, por la declaración común y mutua de nuestros pensamientos, una comunión de nuestras voluntades; y si ha tratado por todos los medios de apretar y atirantar con tanta fuerza el nudo de nuestra alianza y sociedad; si ha demostrado, en todas las cosas, que no quería tanto hacernos todos unidos como todos uno, no hay que dudar que no seamos naturalmente libres, ya que somos todos compañeros y no puede entrar en la comprensión de nadie que la naturaleza haya puesto a alguno en servidumbre, habiéndonos puesto a todos en compañía.

Pero, en verdad, no sirve de nada debatir si la libertad es natural, ya que no se puede mantener a alguien en servidumbre sin hacerle daño, y que no hay nada en el mundo tan contrario a la naturaleza, siendo todo razonable, como la injuria. Queda pues que la libertad es natural y por el mismo medio, en mi opinión, que no nacemos sólo en posesión de nuestra franqueza, sino también con afección de defenderla. Ahora, si por ventura tenemos alguna duda al respecto, y estamos tan bastardeados que no podemos reconocer nuestros bienes ni semejantemente nuestras afecciones innatas, hará falta que les haga el honor que les pertenece y que monte, a modo de decir, las bestias brutas en la cátedra, para enseñarles a ustedes vuestra naturaleza y condición. Las bestias, ¡me ayude Dios! si los hombres no se hacen demasiado los sordos, les gritan: ¡Viva la libertad! Hay muchas entre ellas que mueren tan pronto como son capturadas: así como el pez deja la vida tan pronto como deja el agua, igualmente aquellas dejan la luz y no quieren sobrevivir a su franqueza natural. Si los animales tuvieran alguna preeminencias entre ellos, harían de estos su nobleza. Los otros, desde los más grandes hasta los más pequeños, cuando uno los prende, hacen tan gran resistencia con garras, cuernos, picos y patas, que declaran lo suficiente cuanto valoran eso que ellos pierden; luego, al ser capturados, nos dan tantos signos aparentes del conocimiento que tienen de su desdicha, que es hermoso ver que desde entonces para ellos es más languidecer que vivir, y que continúan su vida más para lamentar su comodidad perdida que para complacerse en la servidumbre. ¿Qué otra cosa quiere decir el elefante que, habiéndose defendido hasta no poder más, no viendo más modo, estando a punto de ser capturado, hunde sus mandíbulas y rompe sus colmillos contra los árboles, sino el gran deseo que tiene de permanecer libre, tal como nació, lo hace con el espíritu e indicio de mercadear con los cazadores si, ¿por el precio de sus colmillos, quedará libre, y si le será admitido ceder su marfil y pagar este rescate por su libertad? Abastecemos al caballo desde el momento en que nace para amaestrarlo a servir; y si no sabemos como halagarlo tan bien que, cuando se trata de domarlo, no muerda el bocado, que no cocee contra la espuela, como (parece) para mostrar a la naturaleza y atestiguar al menos de ese modo que, si sirve, no es por su voluntad, sino por nuestra coerción. ¿Qué hay pues que decir?

Incluso los bueyes bajo el peso del yugo gimen, Y los pájaros en la jaula se quejan,

como dije una vez6, pasando el tiempo con nuestras rimas francesas; pues no temeré, escribiéndote, oh Longa, en mezclar mis versos, de los cuales nunca te leo para que, por la apariencia que das de estar contento con eso, no me hagas demasiado orgulloso. Así que, puesto que todas las cosas que tienen sentimiento, desde cuando lo tienen, sienten el mal de la sumisión y corren tras la libertad; puesto que las bestias, que todavía son hechas para el servicio del hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino con la protesta de un deseo contrario, ¿qué mal encuentro ha sido este que ha podido desnaturalizar tanto al hombre, nacido solo, en verdad, para vivir con franqueza, y hacerle perder el recuerdo de su primer ser y el deseo de recuperarlo?

Hay tres tipos de tiranos: unos tienen el reino por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas, otros por sucesión de su linaje. Los que lo han adquirido por derecho de guerra, se portan de tal modo que sabemos bien que están (como se dice) en tierra de conquista. Los que nacen reyes no son generalmente mucho mejores, ya que siendo nacidos y nutridos en el seno de la tiranía, sacan con la leche la naturaleza del tirano, y consideran a los pueblos que están bajo ellos como sus siervos hereditarios; y, según la complexión a la cual son más propensos, avaros o pródigos, tal como son, hacen del reino como hacen de su herencia. Aquel a quien el pueblo le ha dado el estado debería ser, me parece, más soportable, y lo sería, como creo, si no fuera que desde cuando se ve elevado por encima de los demás, halagado por un no sé que llamado grandeza, delibera de no moverse de allí; comúnmente este considera entregarle a sus niños el poder que el pueblo le ha cedido: y una vez que estos han tomado esta opinión, es cosa extraña cuánto sobrepasan a los otros tiranos en todo tipo de vicios e incluso en la crueldad, no viendo otro medio de asegurar la nueva tiranía que abrazar tan fuertemente la servidumbre, y enajenar tanto a sus súbditos de la libertad, que aunque el recuerdo esté fresco, se lo puedan hacer perder. Así, a decir verdad, veo bien que hay alguna diferencia entre ellos, pero de opción, no veo ninguna; y los medios de llegar a los reinados siendo diversos, siempre la manera de reinar es casi similar: los elegidos, como si hubieran tomado toros para domar, así los tratan; los conquistadores los hacen como de sus presas; los sucesores piensan en hacerlos tal como sus esclavos naturales.

Pero a propósito, si por ventura nacieran hoy algunas personas completamente nuevas, no acostumbradas a la sumisión, ni atraídas a la libertad, y que no supieran lo que es ninguna de las dos, ni siquiera de los nombres; si se les presentara de ser siervos, o vivir libres, según leyes de las cuales no estarían de acuerdo: no cabe duda que les gustara mucho más obedecer a la razón solamente que servir a un hombre; si no, es posible que fueran aquellos de Israel, quienes, sin coerción ni necesidad alguna, se hicieron un tirano7: de cuyo pueblo nunca leo la historia sin que sienta un despecho demasiado grande, y casi hasta devenir inhumano por regocijarme de tantos males que les acaecieron. Pero ciertamente todos los hombres, mientras tengan algo de hombre, antes que se dejen subyugar, es necesario una de dos, que sean obligados o engañados: obligados por armas extranjeras, como Esparta o Atenas por las fuerzas de Alejandro, o por facciones, así como era el señorío de Atenas antes de haber llegado a las manos de Pisístrato. Por engaño a menudo pierden la libertad, y, en esto, no son seducidos tan a menudo por los demás como engañados por sí mismos: así el pueblo de Siracusa, la principal ciudad de Sicilia (me dicen que hoy se llama Sarragousse8), estando presionado por las guerras, inconsideramente queriendo sólo remediar el peligro actual, elevó a Dionisio, el primer tirano, y le dieron el cargo de dirección del ejército, y no se dieron cuenta que lo hubieran hecho tan grande que este pícaro, volviendo victorioso, como si hubiera derrotado no a sus enemigos sino a sus ciudadanos, se hizo de capitán rey, y de rey tirano. Es increíble como el pueblo, desde que queda subyugado, cae tan súbitamente en un tal y tan profundo olvido de la franqueza, que no es posible que se despierte para recuperarla, sirviendo tan francamente y tan de buena gana que uno diría, al verlo, que no ha perdido su libertad, sino ganado su servidumbre. Es verdad que al principio uno sirve obligado y vencido por la fuerza; pero los que vienen después sirven sin pesar y hacen de buena gana lo que sus antecesores habían hecho por obligación. Eso es, que los hombres nacidos bajo el yugo, y luego nutridos y criados en la servidumbre, sin mirar más allá, se contentan con vivir como han nacido, y no creyendo tener otro bien ni otro derecho que esos que han encontrado, toman como natural el estado de su nacimiento. Y, sin embargo, no hay heredero tan pródigo e indiferente que no pase a veces la vista por los registros de su padre, para ver si disfruta de todos los derechos de su sucesión, o si no se ha emprendido nada contra él o su predecesor. Pero por cierto la costumbre, que en todas las cosas tiene gran poder sobre nosotros, no tiene en ningún lugar una virtud tan grande como en esto, de enseñarnos a servir y, como han dicho de Mitrídates, que se acostumbró a beber la ponzoña, para instruirnos a tragar y no hallar amargo el veneno de la servidumbre. No se puede negar que la naturaleza tenga en nosotros una gran parte, para llevarnos a donde quiera y declararnos bien o mal nacidos; pero hay que confesar que tiene menos poder en nosotros que la costumbre: porque lo natural, por bueno que sea, se pierde si no es mantenido; y el alimento siempre nos hace a su manera, como sea, a pesar de la naturaleza. Las semillas de bien que la naturaleza pone en nosotros son tan menudas y resbaladizas que no pueden aguantar el más mínimo impacto del alimento contrario; no se mantienen tan fácilmente como se degeneran, se derriten y se hacen nada: ni más ni menos que los árboles frutales, que todos tienen algo natural por separado, lo cual mantienen bien si se los deja crecer, pero lo dejan enseguida para dar otros frutos extraños, y no los suyos, según que uno los injerte. Las hierbas tiene cada una su propiedad, su naturaleza y singularidad; pero sin embargo la helada, el tiempo, el terreno o la mano del jardinero añaden o disminuyen mucho de su virtud: la planta que uno ha visto en un lugar, es dificultoso reconocerla en otra parte. Quien vería a los venecianos, un puñado de gente viviendo tan libremente que el más malvado de ellos no querría ser el rey de todos, así nacidos y nutridos que no reconocen otra ambición sino a quién mejor aconsejará y más cuidadosamente prestará atención en mantener la libertad, así instruidos y formados desde la cuna que no tomarían todo el resto de las dichas de la tierra para perder lo más mínimo de su franqueza; quien habrá visto, digo, a estos personajes, y al partir de ahí se irá a las tierras del que llamamos Grand Seigneur9, viendo allí a gente que quiere nacer sólo para servirlo, y que para mantener su poder abandonan sus vidas, ¿pensaría que estos y los otros tuvieran la misma naturaleza, o más bien no consideraría que saliendo de una ciudad de hombres, había entrado en un parque de bestias? Licurgo, el administrador de Esparta, había alimentado, según dicen, dos perros, ambos hermanos, ambos amamantados de la misma leche, uno engordado en la cocina, el otro acostumbrado por los campos al sonido del clarín y la corneta, queriendo mostrarle al pueblo lacedemonio que los hombres son tales como la comida los hace, puso los dos perros en medio del mercado, y entre ellos una sopa y una liebre: uno corrió hacia el plato y el otro hacia la liebre. Sin embargo, dijo, son hermanos. Entonces este, con sus leyes y su administración, nutrió e hizo tan bien a los lacedemonios, que cada uno de ellos hubiera preferido morir mil muertes que de reconocer a otro señor que el rey y la razón.

Tengo placer en recordarme de un diálogo que tuvieron antaño uno de los favoritos de Jerjes, el gran rey de los persas, y dos lacedemonios10. Cuando Jerjes hacía los aparejos de su gran ejército para conquistar Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades griegas a pedir agua y tierra: esta era la manera que los persas tenían de amonestar a las ciudades para que se rindieran a ellos. No envió a nadie a Atenas ni a Esparta, porque los que Darío, su padre, había enviado allí, los atenienses y los espartanos los habían arrojado a unos dentro de las fosas, a los otros en los pozos, diciéndoles que tomasen sin titubear agua y tierra de allí para llevárselos a su príncipe: esta gente no podía tolerar que, apenas con la menor palabra, se le tocara su libertad. Por haber actuado así, los espartanos supieron que habían incurrido el el odio de los dioses, hasta de Taltibio, el dios de los heraldos11: resolvieron enviar a Jerjes, para apaciguarlos, dos de sus ciudadanos, para presentarse ante él, para que hiciera con ellos a su antojo, y se pagase de allí por los embajadores de su padre que ellos habían matado. Dos espartanos, uno llamado Espertias y el otro Bulis, se ofrecieron voluntariamente para ir a hacer este pago. De hecho allí fueron, y en camino llegaron al palacio de un persa llamado Hidarnes12, que era lugarteniente del rey en todas las ciudades de Asia que están en las costas del mar. Los acogió muy honorablemente y les hizo una gran comida, y después de varias palabras de una cosa y la otra, les preguntó por qué rehusaban tanto la amistad del rey. "Vean", dijo, "espartanos, y sepan por mí cómo el rey sabe honrar a quienes lo merecen, y piensen que si estuvieran de su lado, él les haría lo mismo: si estuvieran de su lado y los hubiera conocido, no hay ninguno de ustedes que no fuera señor de una ciudad de Grecia". — "En esto, Hidarnes, no sabrías darnos buen consejo", dijeron los lacedemonios, "porque el bien que nos prometes, lo has ensayado, pero lo que nosotros disfrutamos, no sabes lo que es: tu has probado el favor del rey; pero de la libertad, que gusto tiene, lo dulce que es, no lo sabes. Ahora, si la hubieras palpado, tú mismo nos aconsejarías defenderla, no con lanza y escudo, sino con dientes y uñas". Este espartano dijo lo que había que decir, pero por cierto ambos hablaban como habían sido nutridos; porque no podía ser que el persa se lamentara por la libertad, nunca habiéndola tenido, ni que el lacedemonio soportara la subyugación, habiendo gustado la franqueza.

Catón de Útica, siendo aún un niño y bajo la vara, iba y venía a menudo adonde Sila el dictador, tanto por el lugar y la casa de la que era, nunca le rehusaban entrada, ya que también eran parientes cercanos. Siempre tenía a su maestro cuando iba allí, como han acostumbrado a niños de buena familia. Se dio cuenta que en la casa de huéspedes de Sila, en su presencia o por su mandato, se encarcelaban a unos, se condenaban a otros; uno era desterrado, el otro estrangulado; uno exigía la confiscación de un ciudadano, el otro la cabeza; en suma, todo iba allí no como donde un oficial de ciudad, sino como donde un tirano del pueblo, y eso no era una cámara de justicia, sino un taller de tiranía. Asi le dijo entonces a su maestro este joven: ¿Por qué no me das un puñal? Lo esconderé debajo de mi vestido: entro a menudo en el cuarto de Sila antes de que se levante, tengo el brazo bastante fuerte para despachar la ciudad de él. Esta es por cierto una frase que realmente pertenece a Catón: fue un comienzo de este personaje, digno de su muerte. Y sin embargo que no se diga ni su nombre ni su país, que sólo se cuente el hecho tal como es, la cosa misma hablará y uno la juzgará, por buenaventura, que era romano y nacido en Roma, y mientras esta era libre. ¿De qué se trata todo esto? Ciertamente no porque yo crea que el país ni la tierra no hagan nada allí, ya que en todas las comarcas, en todos los climas, es amarga la subyugación y agradable ser libre; sino porque soy de la opinión que se tenga piedad de aquellos que, al nacer, se han encontrado con el yugo en el cuello, o que se les disculpe, o se los perdone, si, habiendo visto sólo la sombra de la libertad y no siendo informados al respecto, no se dan cuenta del mal que es de ser esclavos. Si había algún país, como dijo Homero de los cimerios13, donde el sol se muestra de otra manera que a nosotros, y después de haberlos iluminado por seis meses continuos, los deja adormitados en la oscuridad sin volver a verlos hasta el otro medio año, ¿aquellos que nacerían durante esta larga noche, si no habían oído hablar de la claridad, se asombrarían o si, no habiendo visto el día, se acostumbraban a las tinieblas en que nacieron, sin desear la luz? Uno nunca se lamenta de lo que nunca ha tenido, y el pesar no viene sino después del placer, y siempre es, con el conocimiento del mal, el recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es de ser libre y de querer serlo, pero también su naturaleza es tal que naturalmente sostiene el pliegue que la nutrición le da.

Digamos pues así que al hombre todas las cosas le son como naturales, de las que se nutre y se acostumbra; pero sólo le es innato, aquello a lo que su naturaleza simple e inalterada lo llama: por eso la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre: como la de los rocines más bravos14, que al principio muerden el freno y luego juegan con él, y allí donde casi coceaban contra la silla, ahora se adornan con los arneses y muy soberbios se pavonean bajo la barda. Dicen que siempre han sido súbditos, que sus padres han vivido así; piensan que están obligados a soportar el mal y se dejan engañar por ejemplos, y se afondan bajo el largo tiempo de posesión de quienes los tiranizan; pero de verdad, los años nunca dan derecho de hacer mal, de ese modo agrandan el insulto. Siempre se encuentran algunos, mejor nacidos que otros, que sienten el peso del yugo y no pueden resistirse a sacudirlo; que nunca se domestican por la subyugación y que siempre, como Ulises, que por mar y por tierra siempre buscaba ver el humo de su casa, no pueden dejar de percibir sus privilegios naturales y recordarse de sus antepasados y su primer ser; son de buena gana los que, teniendo el entendimiento nítido y el espíritu perspicaz, no se contentan, como la gran muchedumbre, con mirar lo que está delante de sus pies si no se fijan atrás y adelante y aún no rememoran las cosas pasadas para juzgar las del tiempo por venir y para medir las presentes; son aquellos que, teniendo su propia cabeza bien puesta, todavía la han pulido con el estudio y el conocimiento. Estos, cuando la libertad estaría enteramente perdida y toda fuera del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu, y todavía la saborean, y la servidumbre no es de su gusto, por mucho que se la atavíe.

El Gran Turco15 es muy consciente de esto, que los libros y la doctrina dan a los hombres, más que nada, el sentido y la comprensión de reconocerse a sí mismos y de odiar la tiranía; entiendo que en sus tierras tiene escasa gentes sabias ni las pide. Ahora, comúnmente, el buen celo y el afecto de quienes han mantenido a pesar del tiempo la devoción a la franqueza, por tantos que haya, permanecen sin efecto por no reconocerse entre ellos: bajo el tirano, se les ha quitado la libertad por completo, de hacer, de hablar y casi de pensar; se vuelven todos singulares en sus fantasías. Por tanto, Momo, el dios burlón16, no se burló mucho cuando encontró esto para criticar en el hombre que había hecho Vulcano17, de que no le había puesto una pequeña ventana en el corazón, para que por allí se pudieran ver sus pensamientos18. Uno quisiera decir que Bruto, Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de Roma, o más bien de todo el mundo, no quisieron que Cicerón, ese gran celador del bien público si alguna vez lo hubo, fuera de la partida, y consideraron su corazón demasiado débil para un hecho tan grave: confiaban en su voluntad, pero no estaban seguros de su coraje. Y sin embargo, quien quiera discutir los hechos del pasado y los anales antiguos, encontrará pocos o nadie de los que viendo a su país mal dirigido y en malas manos, hayan emprendido con buena intención, íntegra y no fingida, de liberarlo, que lo hayan llevado a cabo, y que la libertad, para hacerse ver, no se haya arrimado el hombro. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo, Bruto el viejo19, Valerio20 y Dion21, como virtuosamente lo pensaron, felizmente lo ejecutaron: en tal caso, casi nunca de buena voluntad ni por falta de suerte. Bruto el joven y Casio eliminaron muy felizmente la servidumbre, pero al restaurar la libertad murieron: no miserablemente (¿pues qué blasfemia sería decir que haya habido algo de miserable en esta gente, en su muerte, o en su vida?) pero por cierto al gran daño, la perpetua desdicha y la ruina total de la república, la cual fue, como parece, enterrada con ellos. Las otras empresas que han sido hechas desde entonces contra los emperadores romanos no eran más que conjuraciones de gente ambiciosa, las cuales no pueden lamentarse de los inconvenientes que les han sobrevenido, siendo fácil de ver que deseaban, no eliminar, sino quitar la corona, pretendiendo cazar al tirano y retener la tiranía. A estos ni yo mismo querría que les hubiera ido bien, y estoy contento que hayan demostrado, con su ejemplo, que no debemos abusar del santo nombre de la libertad para hacer mala empresa.

Pero volviendo a nuestro propósito, del que casi me había perdido, la primera razón por la que los hombres sirven de buena gana, es porque nacen siervos y son nutridos así. De esta viene otra, que fácilmente la gente deviene, bajo los tiranos, pusilánimes y afeminados: la cual reconozco maravillosamente en Hipócrates, el gran padre de la medicina, que le prestó atención, y así lo ha dicho en uno de sus libros que intituló Sobre las enfermedades22. Este personaje ciertamente tenía su corazón en buen lugar, y lo mostró bien cuando el Gran Rey quiso atraerlo a su lado a fuerza de ofertas y grandes obsequios, le respondió francamente que estaría muy consciente de participar en curar a los bárbaros que querían matar a los griegos, y de servir bien con su arte a quien emprendía avasallar a Grecia. La carta que le envió todavía se ve hoy entre sus otras obras23, y atestiguará por siempre de su buen corazón y su noble naturaleza. Ahora, es por tanto cierto que con la libertad se pierde de golpe el valor. Las personas subyugadas no tienen alegría ni amargura en el combate: van hacia el peligro casi como atados y completamente entumecidos, a modo de absolución, y no sienten hervir en sus corazones el ardor de la franqueza que hace menospreciar el peligro y da ganas de adquirir, con una buena muerte entre sus compañeros, el honor y la gloria. Entre la gente libre, es a porfía de quien es mejor, cada uno por el bien común, cada uno por sí mismo, esperan tener toda su parte en el mal de la derrota o el bien de la victoria; pero la gente avasallada, aparte de este coraje guerrero, también pierden entre todas las demás cosas la vivacidad, y tienen el corazón bajo y blando e incapaz de todas las cosas grandes. Los tiranos lo saben bien y, viendo que toman esa inclinación, para debilitarlos mejor, aún los ayudan.

Jenofonte, un historiador serio y de primer rango entre los griegos, ha escrito un libro24 en el que hace hablar a Simónides con Hierón, tirano de Siracusa, sobre las miserias del tirano. Este libro está lleno de buenas y serias amonestaciones, y que tienen tan buena gracia, en mi opinión, como es posible. ¡Cuanto complaciera a Dios que los tiranos que por siempre existieron lo hubieran puesto ante sus ojos y lo hubieran usado como espejo! No puedo creer que no hubieran reconocido sus verrugas y tenido alguna vergüenza de sus manchas. En este tratado cuenta la pena en la que están los tiranos, que son constreñidos, haciendo mal a todos, se temen de todo. Entre otras cosas, dice esto, que los reyes malos se sirven de extranjeros en la guerra y los sobornan, no osándose confiar de poner las armas en manos de su gente, a quienes han perjudicado. (Ha habido buenos reyes que tenían naciones extranjeras a su sueldo, como los propios franceses, y aún más en el pasado que hoy, pero con otra intención, para resguardar a los suyos, sin estimar para nada el daño en dinero por salvar a los hombres. Esto es lo que decía Escipión, creo, el gran africano, que habría preferido salvar a un ciudadano que derrotar cien enemigos.) Pero, por cierto, esto está bien seguro, que el tirano nunca piensa que el poder le está asegurado, si no cuando ha llegado a tal punto que no tiene bajo él ningún hombre que valga: pues con rázon se le dirá esto, que Trasón25 en Terencio se jacta de haberle reprochado al amo de los elefantes:

Por eso tan feroz eres
Porque tienes mando sobre los bestias.26

Pero este ardid de los tiranos de embrutecer a sus súbditos no puede conocerse más claramente que por lo que hizo Ciro hacia los lidios, después que se apoderó de Sardes, la principal ciudad de Lidia27, y que tomó a merced a Creso, ese rey tan rico, y lo hizo llevar ante él: le trajeron noticias que los habitantes de Sardes se habían rebelado; pronto los redujo bajo su mano; pero, no queriendo saquear una ciudad tan hermosa, ni estar siempre en pena de mantener allí un ejército para vigilarla, se le ocurrió un gran expediente para asegurarse: estableció allí burdeles, tabernas y juegos públicos, e hizo publicar una orden que los habitantes debieran de visitarlos. Encontró tan buena esta guarnición que desde entonces nunca fue necesario sacar una espada contra los lidios. Esta gente pobre y miserable se divirtío en inventar todo tipo de juegos, tanto que los latinos tomaron de eso su palabra, y lo que llamamos pasatiempo, lo llaman Lvdi28, como si querían decir Lydi29. No todos los tiranos han declarado tan expresamente que quisieran afeminar a su gente; pero, de verdad, lo que ordenó formalmente y en efecto, es lo que ha perseguido bajo mano la mayoría. En verdad, es la naturaleza del público menudo, cuyo número es siempre mayor dentro de las ciudades, que es suspicaz hacia quien lo ama, y simplón con el que lo engaña. No piensen que haya ningún pájaro que se prenda mejor en la trampa30, ni algún pez que, por lo sabroso del gusano, se enganche más bien en el anzuelo que todos los pueblos se dejen seducir rápidamente hacia la servidumbre, por la más pequeña pluma que se les pase, como se suele decir, por delante de la boca; y es cosa maravillosa que se dejen llevar tan pronto, pero sólo con que les hagan cosquillas. Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, las bestias extrañas, las medallas, los cuadros y otras drogas semejantes, eran para los pueblos antiguos las carnadas de la servidumbre, el precio de su libertad, los útiles de tiranía. Este medio, esta práctica, estos alicientes tenían los tiranos antiguos, para adormecer a sus súbditos bajo el yugo. Así los pueblos, atontados, hallando estos pasatiempos hermosos, divertidos por un vano placer, que pasaba ante sus ojos, se acostumbraban a servir tan neciamente, pero peor, que los niños pequeños que, por ver las brillantes imágenes de los libros iluminados, aprenden a leer. Los tiranos romanos aún advirtieron otro punto: festejar a menudo los decenviros31 públicos, abusando de esta canalla como debía, que se deja llevar, más que por cualquier otra cosa, al placer de la boca: el más razonable y entendido entre ellos no hubiera abandonado su escudilla de sopa para recuperar la libertad de la república de Platón. Los tiranos hacían largueza con un cuadrantal32 de granos, un sextario33 de vino y un sestercio34; y entonces era una lástima escuchar el grito ¡Viva el rey! Los torpes no se daban cuenta de que solo estaban recuperando una parte de lo suyo, y que eso mismo que recuperaban, el tirano no les hubiera podido dar, si antes no se los había quitado a ellos mismos. Tal como había acumulado hoy el sestercio, y se quedo atracado en el festín público, bendiciendo a Tiberio y Nerón, y su hermosa liberalidad que, al día siguiente, siendo obligado a abandonar sus bienes a su avaricia, sus hijos a la lujuria, su misma sangre a la crueldad de estos magníficos emperadores, no decía nada, no más que una piedra, ni se movía no más que un tocón. Siempre el público ha tenido esto: está todo abierto y disoluto al placer que no puede honestamente recibir, e insensible al perjuicio y al dolor que no puede honestamente sufrir. No veo a nadie ahora que, oyendo hablar de Nerón, ni siquiera tiemble ante el apodo de este malvado monstruo, de esta inmunda y sucia peste del mundo; y sin embargo, de ese, este incendiario, este verdugo, esta bestia salvaje, bien puede decirse que después de su muerte, tan vil como su vida, el noble pueblo romano recibió tal disgusto, recordandose de su juegos y sus festines, que estuvo a punto de llevar el duelo; así lo escribió Cornelio Tácito, autor bueno y serio, y uno de los más ciertos. Lo que no se hallará extraño, visto que ese mismo pueblo había hecho antes a la muerte de Julio César, quien dio vacación a las leyes y a la libertad, el cual personaje no tuvo, me parece, nada que valga la pena, pues su propria humanidad, que se predica tanto, fue más perjudicial que la crueldad del tirano más salvaje que jamás hubo, porque en verdad fue esta venenosa ternura suya que, hacia el pueblo romano, azucaraba la servidumbre; pero, después de su muerte, este pueblo, que aún tenía en la boca sus banquetes y en el espíritu el recuerdo de su prodigalidad, para hacerle sus honores y disponerlo a cenizas, amontonaba a porfía los bancos de la plaza, y después le levantó una columna, como Padre del pueblo (así lo portaba el capitel), y le hizo más honor, tan muerto como estaba, de lo que se debería hacer por derecho a cualquier hombre del mundo, si no fuera por ventura a aquellos que lo habían matado. No olvidaron tampoco eso, los emperadores romanos, de tomar comúnmente el título de tribuno del pueblo, tanto porque este oficio era juzgado como santo y sagrado como también porque era establecido para la defensa y protección del pueblo, y con el favor del estado. Por este medio, se aseguraban que el pueblo confiaría más en ellos, como se debía al escuchar el nombre, y no sentir los efectos al contrario. Hoy no hacen mucho mejor los que hacen casi ningún mal, incluso de consecuencia, que no hagan pasar por alto alguna bonita propuesta sobre el bien público y relevación común: pues tú sabes bien, oh Longa, la formúla, de la cual en algunos lugares podrían usar muy sutilmente; pero, en la mayor parte, ciertamente, no puede haber fineza donde hay tanta impudencia. Los reyes de Asiria35, y aún después de ellos los de Media36, no se presentaban en público hasta lo más tarde que podían, para poner en duda en esta muchedumbre si eran de alguna forma más que hombres, y para dejar en este ensueño a la gente que con agrado es imaginativa sobre cosas de las cuales no pueden juzgar con la vista. Así tantas naciones, que estuvieron bastante tiempo bajo ese imperio asirio, con este misterio se acostumbraron a servir y servían con más ganas, por no saber qué amo tenían, ni a duras penas si lo tenían, y temían todo, dando crédito, a uno que nadie jamás había visto. Los primeros reyes de Egipto37 casi no se mostraban, si no llevaban a veces un gato, a veces una rama, a veces fuego en la cabeza, y se enmascaraban así y hacían escamoteos; y haciéndolo, por la extrañeza del asunto, creaban en sus súbditos una cierta reverencia y admiración, donde, a las personas que no hubieran sido demasiado zonzas o demasiado esclavizadas, no hubieran aprestado, a mi juicio, sino pasatiempo y hazmerreír. Es una pena escuchar de cuantas cosas los tiranos de tiempos pasados sacaban provecho para fundar su tiranía; de cuantos pequeños medios se servían, habiendo en todo tiempo encontrado esta muchedumbre hecha a su voluntad, a la cual no sabían tan mal tender una red que no vinieran a atraparse ahí; a los que siempre engañaban a un precio tan barato que nunca los subyugaban tanto como se burlaban más de ellos.

¿Qué diré sobre otro hermoso embuste que los pueblos antiguos tomaron como dinero contante? Creían firmemente que el dedo gordo de Pirro, rey de los epirotas, hacía milagros y curaba a los enfermos del bazo; enriquecieron aún mejor el cuento, que este dedo, después de haber quemado todo el cadáver, fue encontrado entre las cenizas, habiéndose salvado, a pesar del fuego38. Siempre así el pueblo zonzo hace ellos mismos las mentiras, para luego después creerlas. Mucha gente lo ha así escrito, pero de tal manera que es fácil ver que han amasado eso de los ruidos de la ciudad y de la vana charla de la muchedumbre. Vespasiano, regresando de Asiria y pasando por Alejandría para ir a Roma, para apoderarse del imperio, hizo maravillas: enderezaba a los cojos, devolvía la vista clara a los ciegos, y muchas otras cosas hermosas a las cuales quien no podía ver la falta que había, era en mi opinión más ciego que los que curaba. Los tiranos mismos encontraban muy extraño que los hombres pudieran aguantar un hombre haciéndoles mal; querían mucho poner la religión delante como guardaespalda, y, si era posible, tomar prestada alguna muestra de la divinidad para el mantenimiento de su malvada vida. Por tanto Salmoneo39, si uno cree a la sibila de Virgilio40 en su infierno, por haberse burlado así de la gente y haber querido hacerse Júpiter, ahora rinde cuentas, y ella lo ve en el más bajo infierno,

Sufriendo crueles tormentos, por querer imitar
Los truenos del cielo, y fuegos de Júpiter,
Encima de cuatro corceles aquel iba, blandiendo,
Montada en alto, en su puño una gran antorcha brillando.
Por los pueblos griegos y en pleno mercado,
De la ciudad de Élide en alto había marchado
Y haciendo su bravuconada así exigía
El honor que, sin más, a los dioses pertenecía.
¡El insensato, que la tormenta y rayo inimitable
Falsificaba con bronce, y con un curso pavoroso
De cascos de caballos, al Padre todopoderoso!
El cual, poco después, este gran mal castigando,
Lanzó, no una antorcha, ni una luz
De una hacha de cera, con su humareda,
Y de ese duro golpe de una horrible tempestad,
Lo llevó abajo, los pies por encima de la cabeza.41

Si este que solo hacía de tonto a esta hora es tratado bien allí abajo, creo que aquellos que han abusado de la religión, por ser malvados, allí se encontrarán aun por mejores señales.

Los nuestros sembraron en Francia no sé qué de tal, de las bocas de rana42, de las flores de lis43, la ampolla44 y la oriflama45. Lo que de mi parte, como quiera que sea, no quiero rehusar a creer, ya que ni nosotros ni nuestros ancestros ​​hemos hasta ahora tenido ninguna ocasión de no haberlo creído, habiendo siempre tenido reyes tan buenos en la paz y tan valientes en la guerra, que aunque nazcan reyes, parece que no han sido hechos como los demás por la naturaleza, sino elegidos por el Dios todopoderoso, antes de nacer, para el gobierno y la conservación de este reino; y todavía, cuando eso no sería así, no querría por eso entrar en liza para debatir la verdad de nuestras historias, ni despellejarlas tan en privado, para no suprimir esta bella diversión, donde se podrá esgrimir bien nuestra poesía francesa, ahora no equipada, pero, al parecer, hecha toda de nuevo por nuestro Ronsard, nuestro Baïf, nuestro du Bellay, que en esto avanzan tan bien nuestra lengua, que me atrevo a esperar que pronto los griegos ni los latinos no tendrán mucho, con respecto a esto, ante nosotros, sino, posiblemente, el derecho de primogenitura. Y ciertamente le haría gran daño a nuestra rima, pues uso con gusto esta palabra, y no me desagrada por eso que aunque muchos la hubieran ejecutado de forma mecánica, sin embargo veo suficientes personas que son capaces de ennoblecerla y rendirle su primer honor; pero yo le haría, dije, un gran mal al quitarle ahora estos hermosos cuentos del rey Clodoveo, en los cuales ya veo, me parece, cuan placenteramente, cuan a su gusto se esparcirá ahí la vena de nuestro Ronsard, en su Francíada46. Entiendo su importe, conozco el espíritu agudo, sé la gracia del hombre: hará sus tareas con la oriflama tan bien como los romanos con sus ancilas47

y los escudos del cielo hacia abajo lanzados,48

esto dice Virgilio; cuidará a nuestra ampolla tan bien como los atenienses la cesta de Erictonio49; hará hablar tan bien de nuestras armas como ellos de su olivo que aún mantienen en la torre de Minerva50. Ciertamente yo sería ultrajoso en querer desmentir nuestros libros y correr así sobre los rastros de nuestros poetas. Pero para volver de donde, no sé cómo, había desviado el hilo de mi discurso, nunca ha sido que los tiranos, para asegurarse, no se hayan esforzado en acostumbrar al pueblo hacia ellos, no sólo a obediencia y servidumbre, sino también a la devoción. Pues lo que he dicho hasta ahora, que enseña a la gente a servir más de buena gana, casi no sirve a los tiranos mas que para el pueblo menudo y grosero.

Pero ahora llego a un punto, que en mi opinión es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y fundamento de la tiranía. Quien piensa que las alabardas, los guardias y la situación de los vigías cuidan a los tiranos, a mi juicio se equivoca mucho; y se ayudan, como creo, más por la formalidad y el espantajo que por la confianza que ellos le tengan. Los arqueros cuidan que no entren al palacio los mal vestidos que no tienen ningún medio, pero no los bien armados que pueden hacer alguna empresa. Ciertamente, de los emperadores romanos es fácil contar que no ha habido tantos que escaparon de algún peligro con la ayuda de sus guardias, como los que fueron asesinados por sus propios arqueros. No son las bandas de gente a caballo, no son las compañías de gente a pie, no son las armas las que defienden al tirano. No se lo creerá la primera vez, pero por cierto es verdad: siempre son cuatro o cinco los que mantienen al tirano, cuatro o cinco que tienen a todo el país en servidumbre. Siempre han sido cinco o seis los que han tenido el oído del tirano, y se han acercado allí por sí mismos, o han sido llamados por él, para ser los cómplices de sus crueldades, los compañeros de sus placeres, los alcahuetes de su voluptuosidad, y partícipes en los bienes de sus saqueos. Estos seis manejan tan bien a su jefe, que hace falta, para la sociedad, que sea malvado, no solo por sus maldades, sino también por las de ellos. Estos seis tienen seiscientos que se aprovechan bajo ellos, y hacen con sus seiscientos lo que los seis le hacen al tirano. Estos seiscientos tienen bajo ellos seis mil, que han elevado en estado, a los cuales hacen dar el gobierno de las provincias o el manejo de los dineros, a fin de que tengan la mano a su avaricia y crueldad y que la ejecuten cuando llegue el momento, y hagan tantos males además que no pueden durar sino bajo su sombra, ni eximirse sino por su medio de las leyes y la pena. Grande es el séquito que viene tras de esto, y quien quiera divertirse al desenrollar esta red, verá que, no los seis mil, sino los cien mil, sino los millones, por esta cuerda, se aferran al tirano, ayudandose entre sí como, en Homero, Júpiter que se jacta, si tira de la cadena, de traer hacia sí a todos los dioses51. De ahí venía la crecida del Senado bajo Julio, el establecimiento de nuevos estados, erección de oficios; no sin duda, por tomarlo bien, reforma de la justicia, sino nuevos sostenes de la tiranía. En suma se llega a esto, por los favores o sub-favores, las ganancias o re-ganancias que se tienen con los tiranos, que se encuentra por fin que hay casi tantas personas a las cuales la tiranía les parece ser provechosa, como de aquellas a quien la libertad les sería agradable. Así como los médicos dicen que en nuestro cuerpo, si hay alguna cosa estropeada, dado que en otro lugar no se mueve nada, se dirige enseguida hacia esa parte agusanada: del mismo modo, dado que un rey se ha declarado tirano, todo lo malo, todas las heces del reino, no digo una pila de ladronzuelos y desorejados52, que apenas pueden hacer ni mal ni bien en una república, sino los que están contaminados por una ardiente ambición y una notable avaricia, se amontonan a su alrededor y lo apoyan para compartir el botín, y ser, bajo el gran tirano, pequeños tiranos ellos mismos. Así lo hacen los grandes ladrones y los famosos corsarios: unos recorren el país, otros persiguen los viajeros; unos están de emboscada, los otros al acecho; los otros masacran, los otros despojan, y aunque hayan preeminencias entre ellos, y que algunos sean sólo criados, los otros jefes de la asamblea, no hay al fin ni uno que no se juzgue digno, si no del botín principal, al menos de la búsqueda. Bien se dice que los piratas cilicianos53 no sólo se reunieron en tan gran número que fue necesario enviar contra ellos a Pompeyo el Grande; pero también que atrajeron a su alianza varios pueblos hermosos y grandes ciudades en cuyos puertos se ponían a salvo, regresando de correrías, y como recompensa les daban algún provecho por el encubrimiento de su pillaje.

Así el tirano subyuga a los súbditos unos por medio de los otros, y es custodiado por aquellos de quienes, si no valían nada, debería protegerse; y, como se dice, para hender la madera hacen falta cuñas de la madera misma. He aquí sus arqueros, he aquí sus guardias, he aquí sus alabarderos; no es que ellos mismos no sufran a veces por él, pero estos perdidos y abandonados de Dios y de los hombres están contentos de aguantar el mal para hacerlo, no al que se los hace, sino a quienes lo aguantan como ellos, y que no pueden más. Sin embargo, viendo a esta gente ahí, que usan al tirano como recogepelotas54 para hacer sus tareas de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, a menudo me deja atónito su maldad, y a veces me da lástima su necedad: porque, a decir verdad, ¿qué otra cosa es de aproximarse al tirano que tirarse hacia más atrás en su libertad, y a modo de decir estrechar con las dos manos y abrazar la servidumbre? Que dejen un poco de lado su ambición y que se descarguen un poco de su avaricia, y luego que se miren a sí mismos y se reconozcan, y verán claramente que los aldeanos, los campesinos, a quienes mientras pueden pisotean, y los hacen peor que de convictos a trabajo forzado o esclavos, verán, digo, que estos, así maltratados, son sin embargo, al precio de ellos, afortunados y en cierta manera libres. El labrador y el artesano, por mucho que sean sometidos, son dispensados al hacer lo que se les dice; pero el tirano ve a los otros que están cerca de él, pordioseando y mendigando su favor: no hace falta solamente que hagan lo que él dice, pero que piensen lo que él quiere, y a menudo, para satisfacerlo, que prevean aún sus pensamientos. No basta con ellos obedecerlo, hace falta aún complacerlo; hace falta que se rompan, que se atormenten, que se maten al trabajar en sus asuntos y luego que se plazcan de su placer, que dejen su gusto por el suyo, que fuercen su complexión, que desollen su naturaleza; hace falta que presten atención a sus palabras, a su voz, a sus señales y a sus ojos; que no tengan ni ojo, ni pie, ni mano, que todo esté al acecho para atisbar sus deseos y descubrir sus pensamientos. ¿Es esto vivir felizmente? ¿a esto se lo llama vivir? ¿hay en el mundo algo menos soportable que esto, no lo digo a un hombre de corazón, no lo digo a uno bien nacido, pero sólo a quien tenga el sentido común, o, sin más, el rostro de hombre? ¿Qué condición es más miserable que vivir así, que uno no tenga nada propio, tomando de los demás su tranquilidad, su libertad, su cuerpo y su vida?

Pero ellos quieren servir para tener bienes: como si no podían ganar nada que fuera suyo, ya que no pueden decir de sí mismos que son de ellos mismos; y como si ninguno pudiera tener nada propio bajo un tirano, quieren que los bienes sean suyos, y no se acuerdan que son ellos los que le dan la fuerza para quitarle todo a todos, y no dejar nada que se pueda llamar algo a nadie. Ven que nada hace a los hombres sujetos a su crueldad sino los bienes; que no hay crimen en su contra digno de muerte que el de esos; que no ama más que las riquezas y no deshace más que a los ricos, y ellos vienen a presentarse, como ante el carnicero, para ofrecerse allí tan plenos y rehechos y para hacerlo desear. Estos favoritos no deben acordarse tanto de aquellos que han ganado muchos bienes alrededor de los tiranos, como de los que, habiendo acumulado durante algún tiempo, luego lo han perdido y los bienes y las vidas; no les debe venir tanto a la mente cuántos otros han ganado riquezas allí, sino cuán pocos de estos las han mantenido. Que se discutan todas las historias antiguas, que se miren a las de nuestra memoria, y se verá plenamente cuán grande es el número de los que, habiendo ganado por malos medios el oído de los príncipes, habiendo usado su malevolencia o abusado de su simpleza, al final por esos mismos fueron aniquilados, y tanto como habían encontrado allí facilidad para elevarlos, tanto han conocido allí después de inconstancia para abatirlos. Ciertamente en tan gran número de gente que se ha encontrado alguna vez cerca de tantos reyes malos, han sido pocos, o casi nadie, que no hayan sentido a veces en sí mismos la crueldad del tirano que antes habían atizado contra los demás: más a menudo habiéndose enriquecido, a sombra de su favor, con los despojos de otros, al final ellos mismos lo han enriquecido con sus despojos.

La gente buena misma, si a veces se encuentra alguien querido por el tirano, tanto sea antes en su gracia, tanto reluzca en ellos la virtud e integridad, que incluso a los más malvados da cierta reverencia de sí cuando se ve de cerca, pero la gente buena, digo, no sabrían durar, y falta que sientan del mal común, y que a sus expensas sufran la tiranía. Un Séneca55, un Burro56, un Trásea, esa terna de buena gente, mismo los dos cuales su mala fortuna los acercó al tirano y les puso en mano el manejo de sus asuntos, ambos estimados por él, ambos queridos, y todavía uno lo había nutrido y tenía como prenda de su amistad el sustento de su infancia; pero estos tres son testigos suficientes, por su cruel muerte, cuán poca seguridad hay en el favor de un mal amo; y, en verdad, ¿qué amistad puede uno esperar del que tiene el corazón tan duro como para odiar su reino, que no hace más que obedecerlo, y el cual, por no saber aún amarse, se empobrece y destruye su imperio?

Ahora, si se quiere decir que esos que por haber vivido bien han caído en estos inconvenientes, que se mire audazmente en torno de esto mismo, y se verá que aquellos que vinieron en su gracia y se mantuvieron allí por malos medios no fueron de mayor duración. ¿Quién ha oído hablar de amor tan abandonado, de afección tan obstinada? ¿quién ha alguna vez leído de hombre tan obstinadamente encarnizado hacia mujer como de este hacia Popea? pero fue ella luego envenenada por él mismo57. Su madre Agripina había matado a su marido Claudio para abrirle paso al imperio; para obligarlo, nunca había hecho difícil de hacer nada ni de sufrir: así pues su mismo hijo, su infante, su emperador hecho de su mano, después de haberle fallado a menudo, al final le quitó la vida; y no hubo nadie que no dijera que ella había merecido sobradamente este castigo, si hubiera sido por las manos de cualquier otro que aquel a quien ella había dado a luz. ¿Quién fue alguna vez más fácil de manejar, más simple, para decirlo mejor, más de verdad necio que Claudio el emperador? ¿quién fue alguna vez más encaprichado por mujer como él de Mesalina? La puso al fin en manos del verdugo. La simpleza permanece siempre en los tiranos, si la tienen, al no saber hacer bien, pero no sé cómo al final, por usar crueldad, incluso hacia los que les están cerca, tan poco que tienen de espíritu, eso mismo se despierta. Bastante común es la buena palabra de este otro ahí58 que, viendo la garganta de su mujer descubierta, a cual él amaba más, y sin la cual parecía que no hubiera sabido vivir, la acarició con esta hermosa frase: Este bello cuello será prontamente cortado, si yo lo ordeno. He aquí por qué la mayoría de los tiranos antiguos eran comúnmente matados por sus más favoritos, quienes, habiendo conocido la naturaleza de la tiranía, no se podían asegurar tanto de la voluntad del tirano como no confiaban de su poder. Así fue como Domiciano fue muerto por Esteban59, Cómodo por uno de sus propios amigos60, Antonino por Macrino61, y del mismo modo casi todos los demás.

Así es que ciertamente el tirano jamás es amado ni ama. La amistad es un nombre sagrado, es una cosa santa; jamás se establece excepto entre gente de bien, y no se toma sino por una estima mutua; se mantiene no tanto por hechos buenos como por la buena vida. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro, es el conocimiento que tiene de su integridad: los avaladores que tiene de ella, es su buena naturaleza, la fe y la constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, donde hay deslealtad, donde hay injusticia; y entre los malvados, cuando se juntan, es un complot, no es compañerismo; no se quieren entre sí, pero se temen entre sí; no son amigos, pero son cómplices.

Ahora, aunque esto no lo impediría, aún sería difícil encontrar en un tirano un amor asegurado, porque estando por encima de todos, y no teniendo ningún compañero, ya está más allá de los límites de la amistad, que tiene su verdadera presa en la igualdad, que jamás quiere cojear, así que siempre es igual. He aquí por qué hay de hecho entre los ladrones (se dice) alguna fe en el reparto del botín, porque son pares y compañeros, y si no se quieren entre sí, al menos se temen entre sí y no desean, al desunirse, hacer menor su fuerza; pero del tirano, los que son sus favoritos jamás pueden tener ninguna seguridad, desde que haya aprendido de ellos mismos que puede hacerlo todo, y que no hay derecho ni deber alguno que lo obligue; haciendo su estado de considerar su voluntad como razón, y no tener ningún compañero, sino ser amo de todos. Entonces no es gran lástima que, viendo tantos ejemplos aparentes, viendo el peligro tan presente, nadie quiera hacerse sabio a expensas de los demás, y que, de tanta gente que acercandose tan voluntariamente a los tiranos, no haya ni uno que tenga la sagacidad y la osadía de decirles lo que dijo, como presenta el cuento62, el zorro al león que hacía de enfermo: Yo iría de buena gana a verte en tu guarida; pero veo bastantes huellas de animales que van adelante hacia ti, pero que vuelven hacia atrás no veo ni una.

Estos miserables ven relucir los tesoros del tirano y miran todo asombrados los rayos de su ostentación; y, atraídos por esta luminosidad, se acercan, y no ven que se meten en la llama que no puede dejar de consumirlos: así el sátiro indiscreto (como dicen las fábulas antiguas), viendo iluminar el fuego encontrado por Prometeo, lo encontró tan hermoso que fue a besarlo y se quemó63; así la mariposa que, esperando disfrutar de algún placer, se mete en el fuego, por que reluce; prueba la otra virtud, la que arde, eso dijo el poeta toscano64. Pero aún así, pongamos que estos agraciados escapen de las manos de quien sirven, jamás se salvan del rey que viene después: si es bueno, hay que rendir cuentas y reconocer entonces la razón; si es malo y parecido a su amo, no será que no tenga también sus favoritos, que comúnmente no están contentos de tener en su turno el lugar de los otros, si no tienen aún más a menudo los bienes y las vidas. ¿Puede ser entonces que se encuentre alguien que, en tan gran peligro y con tan poca seguridad, quiera ocupar este desdichado lugar, para servir con tan gran pena a un amo tan peligroso? ¿Qué pena, qué martirio es este, verdadero Dios? ¡estar noche y día cerca para soñar en complacer a uno, y sin embargo temerle más que a cualquier hombre del mundo; tener siempre el ojo avizor, el oído a la escucha, para atisbar de dónde vendrá el golpe, para descubrir las emboscadas, para sentir el aspecto de sus compañeros, para advertir quién lo traiciona, reír a cada uno y sin embargo temerlos a todos, no tener ni enemigo abierto ni amigo seguro; teniendo siempre la cara risueña y el corazón aterido, sin poder estar feliz y sin osar a estar triste!

Pero es un placer considerar lo que les corresponde de este gran tormento, y el bien que pueden esperar de su pena y de su miserable vida. Por habitud el pueblo, del mal que sufre, no acusa al tirano, sino a quienes lo gobiernan: estos, los pueblos, las naciones, todo el mundo a porfía, hasta los campesinos, hasta los labradores, saben sus nombres, descifran sus vicios, les amontonan mil ultrajes, mil villanías, mil maldiciones; todas sus oraciones, todos sus votos son en contra de aquellos; todas sus desdichas, todas las pestes, todas sus hambrunas, se las reprochan a aquellos; y si a veces les hacen por apariencia algún honor, aun así se quejan de ellos en su corazón, y los aborrecen de modo más extraño que a las bestias salvajes. He aquí la gloria, he aquí el honor que reciben por su servicio a la gente, de los cuales, si cada uno tendría un pedazo de su cuerpo, no estarían aún, les parece, bastante satisfechos ni medio saciados de su pena; pero ciertamente, aún después que están muertos, los que vienen después no son jamás tan perezosos que el nombre de estos come-gente65 no sea ennegrecido con la tinta de mil plumas, y su reputación despedazada en mil libros, y los mismos huesos, a modo de decir, arrastrados por la posteridad, castigándolos, aun después de su muerte, por su vida malvada.

Aprendamos pues a veces, aprendamos a hacer bien: levantemos los ojos hacia el cielo, sea por nuestro honor, o por el amor mismo a la virtud, o ciertamente, para hablar deliberadamente, por el amor y honor de Dios todopoderoso, que es testigo asegurado de nuestros hechos y juez justo de nuestras faltas. Por mi parte, pienso bien, y no me engaño, ya que no hay nada tan contrario a Dios, tan liberal y benévolo, como la tiranía, que reserva allí abajo aparte para los tiranos y sus cómplices alguna pena particular.

Bibliografía

Bonnefon, Paul. Œuvres complètes d’Estienne de La Boétie, publiées avec notice biographique, variantes, notes et index par Paul Bonnefon, Bordeaux: G. Gounouilhou, Paris: J. Rouam & Cie., 1892.

Dictionnaire du Moyen Français (1330-1500). Analyse et Traitement Informatique de la Langue Française, versión del 31 de julio de 2019.

Goulart, Simon, editor. Mémoires de l'estat de France sous Charles IX, volumen III, segunda edición, 117-140. 1578.

La Boétie, Étienne de, Henri de Mesmes. Discours de la Servitude volontaire. Manuscrito hecho por de Mesmes, supuestamente del original en posesión de Michel de Montaigne.

Todas las notas son de Freedom Circle, aunque varias fueron influenciadas por la obra de Bonnefon.


  1. Ilíada, libro II, líneas 204-205↩︎

  2. Héroe mitológico romano, equivalente del griego Heracles, famoso por su fuerza. ↩︎

  3. Último de los jueces de Israel, de acuerdo con el Libro de los Jueces, famoso por su fuerza extraordinaria. ↩︎

  4. Aquí y en otras ocasiones en el ensayo, la palabra del francés medio "franchise" se ha traducido como "franqueza" en el sentido de "libertad" o "exención". La palabra "liberté" se ha traducido como "libertad". ↩︎

  5. En la batalla de Salamina, de acuerdo con Herodoto, los persas tenían 1207 barcos y los griegos 378. ↩︎

  6. De acuerdo con Bonnefon, estos dos versos no han sido hallados entre las poesias de La Boétie. ↩︎

  7. Se refiere a Saúl, primer rey del reino unido de Israel y Judá, de acuerdo con el Libro de los Reyes. ↩︎

  8. "Sarragousse" significa probablemente Zaragoza, la ciudad capital de Aragón en España. Esto parece ser un malentendido: en la época del Discurso, los aragoneses gobernaban Sicilia y Siracusa era la capital del Reino de Sicilia, pero la ciudad italiana no cambió su nombre. ↩︎

  9. O sea Gran Señor, nombre que usaban los franceses para el sultán del Imperio otomano. ↩︎

  10. Ver Historias de Heródoto, libro VII, capítulos 131-136↩︎

  11. Taltibio era un heraldo de Agamenón en la guerra de Troya, de acuerdo con la Ilíada, y descripto así por Heródoto, pero también dice que había un templo a Taltibio en Esparta. ↩︎

  12. Supuestamente Hidarnes II (siglo VI a.e.c.), sátrapa del Imperio aqueménida y comandante de los Immortales en la batalla de las Termópilas. ↩︎

  13. Odisea libro 11, líneas 13-22↩︎

  14. Bonnefon, en las Obras Completas, aclara que bravo (braves en el original) significaba bello, pomposo, espléndido, y esa es la acepción correcta en esta oración. Rocín (courtaus en el original) se refiere a un caballo de baja alzada o uno al cual le han cortado la crin y las orejas. ↩︎

  15. Se refiere, generalmente, al sultán del Imperio Otomano, y en particular, a Solimán el Magnífico (1494-1566), el décimo sultán. ↩︎

  16. En la mitología griega. ↩︎

  17. Dios del fuego en la mitología romana, equivalente a Hefesto en la griega. ↩︎

  18. De acuerdo con un relato de Luciano de Samósata (125-181) en su obra Hermótimo, sección 20↩︎

  19. Supuestamente, Lucio Junio Bruto↩︎

  20. Supuestamente, Publio Valerio Publícola↩︎

  21. Probablemente, Dion de Siracusa, quien es comparado con Marco Junio Bruto en las Vidas paralelas de Plutarco. ↩︎

  22. La observación de Hipócrates (c. 460-c. 370 a.e.c.) aparece, no en Sobre las enfermedades, sino en su tratado Sobre aires, aguas y lugares, parte 16↩︎

  23. En los tratados hipocráticos hay varias cartas, incluyendo la de Artajerjes II a Histanes (gobernador de Helesponto), de este a Hipócrates y su respuesta, así como la respuesta de Hipócrates al Senado y pueblo de Abdera que fueron amenazados por Artajerjes II si él no acatase la solicitud del rey (ver Smith, Wesley D. (editor y traductor). Hippocrates: Pseudepigraphic Writings, Leiden: E. J. Brill, 1990, pp. 18-19, 50-53). ↩︎

  24. Hierón, diálogo de Jenofonte de ca. 474 a.e.c. ↩︎

  25. Trasón es un militar en la comedia Eunuchus (El eunuco), escrita por Terencio. ↩︎

  26. Eunuchus (El eunuco), acto III, escena 1, línea 25↩︎

  27. Reino en la península de Anatolia (ca. 1300-546 a.e.c.). ↩︎

  28. El juego hoy llamado ludo. Nótese que en latín romano (y en francés medio), la "v" era usada como "u". ↩︎

  29. En el nombre griego de Lidia (Λυδία), la primera "i" era una ípsilon ("Υ" en mayúscula, "υ" en miniscúscula). ↩︎

  30. En el original, pipee (o pipée en francés moderno), se refiere a un instrumento de reclamo que imita el canto de un pájaro, usado para atraer aves hacia una trampa de ramas pegajosas. ↩︎

  31. En el original, dizaine (decena). En la época de La Boétie, esto se refería a divisiones de una milicia popular responsable por la seguridad de una ciudad. En la época de Roma antigua, los decenviros (diez hombres) eran magistrados. ↩︎

  32. Aproximademente 26.000 cm³. ↩︎

  33. Aproximademente 0,546 litros. ↩︎

  34. Moneda, originalmente con un valor de 2,5 gramos de plata, luege hecha con bronce o latón (unos 27 gramos) ↩︎

  35. Imperio (2500-609 a.e.c.) al norte de la Mesopotamia. ↩︎

  36. Imperio (ca. 678-549 a.e.c.) entre la Mesopotamia y el mar Caspio. ↩︎

  37. Supuestamente, los faraones del tercer milenio a.e.c. ↩︎

  38. Ver Plutarco, Pirro, Bernadotte Perrin, ed., capítulo 3, secciones 4-5↩︎

  39. Rey de Elis (o Élide) en la mitología griega. ↩︎

  40. Ver libro VI de la Eneida↩︎

  41. Eneida, libro VI, líneas 585-594 ↩︎

  42. Yelmo de boca de rana, también usado como parte del escudo de armas de algunos reyes de Francia. ↩︎

  43. La flor de lis era un símbolo heráldico de los reyes de Francia. ↩︎

  44. La Ampolla Sagrada, cuyo óleo era usado para consagrar a los reyes de Francia. ↩︎

  45. El estandarte de la abadía de San Dionisio usada en tiempo de guerra por los reyes de Francia. ↩︎

  46. Poema épico sobre los reyes Valois de Francia, escrito por Ronsard, publicado en 1572. Bonephon anota que Ronsard lo había concebido más de veinte años antes, habiendo hablado de ello con sus amigos y posiblemente, de acuerdo con un testigo, el prólogo del poema fue leído ante el rey Enrique II en 1550 o 1551. ↩︎

  47. Doce escudos sagrados de la antigua Roma. ↩︎

  48. Eneida, Libro VIII, líneas 664-665 ↩︎

  49. Legendario rey de Atenas, colocado al nacer en una cesta por la diosa Atenea. ↩︎

  50. Según la mitología griega, la diosa Atenea (llamada Minerva por los romanos), dió a la ciudad de Atenas un olivo que fue guardado en el Erecteón, un templo en la Acrópolis. ↩︎

  51. Ver Ilíada, libro VIII, líneas 19-27↩︎

  52. Se refiere al suplicio de desorejamiento usado en la antigüedad. ↩︎

  53. Cilicia es una región en la costa sudoriental de la península de Anatolia, cuyos piratas fueron subyugados por Pompeyo. ↩︎

  54. El término en el original, nacquetent, proviene de naquet, designando un niño o joven que servía a los jugadores en el juego de palma (antecesor del tenis). Como explica Bonnefon, la palabra luego fue usada para cualquier ayudante al cual se le podía imponer todo tipo de tareas penosas, y también como verbo indicando tratar a alguien de esa manera. ↩︎

  55. Séneca ejerció varios cargos, incluso senador, bajo los gobiernos de cuatro emperadores romanos. Fue acusado de participar en un complot contra Nerón, y luego se suicidó. ↩︎

  56. Se alega que Burro murió envenenado por orden del emperador Nerón. ↩︎

  57. Los historiadores, como Suetonio y Tácito, no están de acuerdo sobre la causa de muerte: si fue envenenamiento o un puntapié en el vientre cuando estaba embarazada. ↩︎

  58. Dicho por Calígula, de acuerdo con Suetonio en De vita Caesarum (Vidas de los doce césares), libro IV, c. 33↩︎

  59. Domiciano fue asesinado por un mayordomo de su sobrina, llamado Stephanus (Esteban), y otros. Véase Suetonio, De vita Caesarum, libro XII, c. 17↩︎

  60. Cómodo fue estrangulado por el atleta Narciso, empleado como su compañero de lucha, luego de un intento de envenenamiento por su concubina Marcia. ↩︎

  61. Antonino, mejor conocido como Caracalla, fue apuñalado por un soldado, pero se sospecha a Macrino, prefecto de la Guardia Pretoriana y luego emperador, de haber incitado el asesinato. ↩︎

  62. Fábula de Esopo, "El Zorro y el León Enfermo". ↩︎

  63. Citado por Plutarco en De capienda ex inimicis utilitate (Como sacar provecho de los enemigos), sección 2. A su vez, esto se refiere a la obra de Esquilo Promêtheus pyrkaeus (Prometeo Enciendefuego), fragmento 117↩︎

  64. Se trata del soneto de Petrarca que comienza "Son animali al mondo de sí altera", generalmente identificado como soneto XIX de su Canzonieri↩︎

  65. Bonnefon acota que esta es una traducción literal de δημοβόρος, en la Ilíada, libro I, línea 231 ↩︎